Takashi
Por Gaby Oshiro

La noche del 21 de abril de 1977, catorce hombres armados vestidos de civil invadieron el estudio de abogacía de mi padre Oscar Takashi Oshiro y de su socio Enrique Gastón Courtade. Los obligaron a subirse a un Ford Falcon y arrancaron para un rumbo desconocido y sin retorno. Aquella misma noche mi mamá, Beba, como todos la llamaban, mi hermano Leonardo y quién escribe estas líneas estábamos en el octavo piso de un departamento ubicado de la avenida Acoyte 222, en el barrio porteño de Caballito. Algo estaba hirviendo en la cocina; la mesa estaba lista para la cena pero al final quedó intacta, con los platos de porcelana blanca y el mantel de algodón naranja y blanco floreado. Había algo extraño en el aire ese día, mi madre estaba muy agitada y no hablaba mucho. Era extraño porque ella acostumbraba a conversar mucho. Yo estaba sentada en el frío sofá de cuero negro, abrigada con una frazada de lana que me picaba al contacto con la piel. Trataba de concentrarme en algún programa de televisión. Con mis apenas cinco años de edad, yo sabía que estábamos esperando a mi papá que volvería de trabajar. No tenía noción de la hora pero sí de la cotidianidad: el sol bajaba, mi mamá terminaba su trabajo en la empresa textil de su padre Juan en el barrio de Boedo. Subíamos a la camioneta con mi abuela Teresa materna, mi abuelo al volante, nos llevaba hasta el departamento, unas veinte cuadras de distancia que pasaban muy rápido mientras cantábamos canciones tradicionales folklóricas. En casa mi madre comenzaba a preparar la cena y momentos más tarde se escuchaban ruidos de llaves: la puerta se abría mientras yo corría a abrazar a mi papá para entregarle   historias y dibujos que había creado para él. Los domingos íbamos a almorzar al barrio de Pompeya, a la casa de mis abuelos paternos; Ikuko y Katsu Oshiro. Así pasaban mis días sin demasiados acontecimientos y se confundían todos con algunas excepciones, como aquel día de abril que estaba contando. Aquella noche mi madre continuaba mirando el reloj en la pared y yo fijaba la mirada en la puerta blanca de la entrada, esperando escuchar el sonido de la llave dando vueltas en la cerradura. De pronto escuchamos el sonido del ascensor pararse en nuestro piso y el chillido de la puerta de metal mientras se abría. Corrimos como en una carrera hacia la entrada, mi mamá abrió la puerta y desilusionadas saludamos al vecino del departamento octavo “18” que caminaba hacia su hogar. Mi mamá cerró la puerta y otra vez volvimos a lo mismo, pero esta vez, sentada en el sillón mis ojos se cerraban sin que yo pudiera evitarlo. Mi madre me mandó a dormir a mi habitación, donde mi hermanito hacía ya bastante que descansaba. Me dormí, hasta que mi mamá me despertó apurada, a mí y a mi hermano. Nos fuimos a casa de mis abuelos maternos. Las veinte cuadras que pocas horas antes estaban llenas de alegría esta vez eran interminables y las canciones de mi abuela se habían reemplazado por un silencio insoportable. No me atrevía a preguntar y podía sentir la tensión de mi madre. 
Sabía que estábamos por llegar a la casa de mis abuelos apenas vi la cancha de San Lorenzo de Almagro que quedaba  justo en frente. Solíamos ir allí con mi papá a ver los partidos de fútbol de Huracán-San Lorenzo, dos clásicos rivales del fútbol local. Era un paseo “secreto”,  a los efectos de que mi madre no se preocupara. Aquella noche que fuimos a Boedo, los lindos recuerdos y los lugares que visitamos con mi viejo tenían ya otro sabor. Mi hermano tenía entonces dos años y yo apenas cinco. Yo sabía que algo malo había pasado: fue la primera vez que vi a mi mamá llorar, mientras mi abuelo Juan trataba de calmarla. Ambos decidieron ir al estudio de mi papá en el barrio de Avellaneda con la esperanza de encontrarlo. 
Cuando Beba y Juan llegaron el Citroën rojo de Takashi estaba con todas las puertas abiertas, el estudio estaba en un desorden total pero no había rastros de Gaston o de mi padre, por suerte Juan y Beba llegaron mucho mas tarde que el grupo de tareas que había vuelto una segunda vez para robar, romper, quemar documentos y llevarse el Ford Falcon de Gaston. El auto de mi viejo tenia un dispositivo escondido que cortaba la electricidad al alternador e impedía que arrancara.
Después de un rato largo Beba y Juan volvieron sin mi padre. Nos mudamos a la casa de Teresa y Juan, mis abuelos maternos. Mi mamá empezó el interminable camino en busca de Oscar Takashi Oshiro.
La Argentina de esos años
Durante el tormentoso siglo XX, Argentina sufrió seis golpes de Estado. El último golpe de estado ocurrió el  24 de marzo de 1976 es recordado como el peor de todos por las masivas y sistemáticas violaciones a los derechos humanos. Durante la última dictadura militar argentina (1976-1983) los ciudadanos no sabían muy bien lo que sucedía, existían campos de concentración y exterminio, como en la Alemania nazi, que se denominaban “centros de detención clandestinos”. Los ciudadanos opositores al gobierno militar eran secuestrados en el sigilo más absoluto y eran enviados a los centros de detención. Raramente volvían a aparecer. Los "desaparecidos" eran obreros, estudiantes, militantes políticos y sindicales, profesionales, artistas e intelectuales. Todos ellos podían haber ocupado puestos de importancia en un futuro no muy lejano. La dictadura militar destruyó a todo aquel potencial humano, mediante secuestros, torturas y ejecuciones ilegales. Los militares robaron a los bebés de aquellas mujeres embarazadas que eran detenidas. Los cuerpos de las víctimas nunca aparecían, los militares torturaban para  obtener información y luego mataban para luego sepultar los cuerpos en fosas comunes, sin nombres ni marcas.  Otros detenidos eran lanzados al vacío desde aviones en el Río de la Plata. Yo no llego todavía a entender como algunos seres humanos pueden matar a otros con semejante crueldad y sin algún cargo de conciencia. He escuchado a los pocos militares que se encuentran presos y ninguno se arrepintió por las gravísimas violaciones de los derechos humanos. La mayoría de ellos piensan y expresan cuando pueden que  sus terribles acciones fueron  justificadas y justificables. Ellos se ven a sí  mismos como héroes y patriotas.
Además de la represión mortal, los trabajadores perdieron sus derechos, sus representantes gremiales fueron perseguidos, encarcelados y eliminados, se cerraron muchas fábricas ya que se importaba indiscriminadamente desde el exterior debido a las políticas de apertura comercial impuestas por el gobierno militar. Se eliminaron  los  beneficios para promover el crecimiento industrial interno, lo que causó la destrucción de la industria argentina, o por lo menos de su fracción menos concentrada.
La dictadura militar argentina usó la palabra "desaparecido" para designar a los opositores asesinados. No solo se intentaba esconder las matanzas y los cuerpos, sino también  se pretendió  borrar la identidad y la historia de  miles de  personas. 
Justamente esto le sucedió a mi familia. Oscar Takashi Oshiro era mi padre. Difícilmente el lector  reconozca ese nombre, pero para mi familia y para mí, él era el centro de nuestro mundo. Mi padre tenía 36 años cuando lo secuestraron ese  21 de abril de 1977. Estaba casado con mi mamá Edvige "Beba" Bresolin. Tuvieron dos hijos, Leonardo y Gabriela, quien escribe estas líneas.
Eramos una familia como tantas otras, rodeadas por familiares y amigos. Disfrutábamos de vacaciones en la playa. Teníamos sueños para realizar. Mi familia era una familia “intercultural”, de parte de mi papá  mis familiares eran japoneses de la isla de Okinawa y por parte de mi mamá, descendíamos de italianos. En aquella época, no era muy común que los descendientes de japoneses se casaran con personas de otras colectividades. Mi padre era bien distinto, al igual que los otros dieciséis desaparecidos Nikkei, no era el típico “japo”,  si bien  mi padre  conocía la historia de Japón, el idioma y  estaba familiarizado con sus tradiciones. Abrazó la cultura argentina, se “argentinizó” completamente: jugaba al fútbol en segunda división para el club Atlético Huracán y le encantaba el tango y el folklore. No sé sinceramente  como son las otras colectividades japonesas esparcidas por el resto del mundo y cuáles fueron las características de la migración nipona hacia el exterior de Japón, pero en  la primera parte del siglo  XX  en Argentina, los japoneses llegaron atraídos por las oportunidades económicas que ofrecía el país sudamericano. La idea central de muchos emigrantes era la de ganar lo suficiente para poder volver a Japón. Luego de la derrota de Japón en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), la mayoría decidió quedarse y adoptar el país como su nueva casa, tratando de mantener las raíces culturales lo más intactas posibles. 


Nikkei en Argentina
Los japoneses en Argentina formaron una colectividad unida y cerrada. Mi papá junto con su hermana menor Yoko, cursaron estudios de idioma japonés en la escuela Nichia Gakuin, que en ese entonces quedaba en la calle Finochietto, en el barrio de Barracas. Competían en atletismo undokai, que eran competencias deportivas de clubes japoneses. Mi padre practicaba karate inspirado en mi abuelo Katsu que había estudiado en la escuela secundaria de Shuri en Naha, Okinawa, en donde enseñaban karate como educación física.
Los japoneses con sus familias se consideraban “huéspedes” del país, lo que significaba que se mantenían al margen de la sociedad local, esto es que se casaban  entre ellos, y no participaban en la política local, sino que  seguían con  su propia vida sin demasiadas vinculaciones con los argentinos. Muchos años más tarde, mi abuela Ikuko me contó que mis padres tardaron varios años en casarse porque no querían aceptar a mi madre, ya que era de origen italiana. Mi madre les agradaba como persona pero al mismo tiempo ellos seguían las costumbres al pie de la letra, sin preguntarse si eran justas o no. En el período de noviazgo, mis padres llevaban a mi abuelo Katsu o (“Antonio” como lo apodaban) a ver boxeo y al teatro. Mi abuelo disfrutaba realmente de la compañía de la parejita.
Mi padre quería cambiar el status quo, desafió la tradición de mis abuelos  y finalmente se casó con quien quería. Tenía esa mentalidad, ese rasgo de quienes dejan huellas en el mundo. Todo lo que hizo mi padre, lo hizo con mucha pasión. Durante  muchos años no pude comprender la pasión de mi padre por la política, su tendencia a ayudar a los obreros, a los más necesitados. Ahora luego de mucho tiempo de reflexión, entiendo que ese sentimiento de mi padre era similar a lo que yo siento hacia la música y el arte. Nunca había entendido antes el motivo por el cual, para mi padre, la política era tan importante. Probablemente porque de alguna manera inconscientemente yo culpaba a la política por considerarla responsable de  su desaparición.
Mi papá era un “híbrido” de dos culturas diferentes que él amaba por igual. Cuando lo recuerdo, lo veo con un libro en la mano, con la cabeza metida en el mismo, gesto que denotaba su  sed por el saber. Tomó clases de lectura rápida para poder devorar más y más libros. Hablaba japonés, castellano, italiano y estaba aprendiendo francés en la Alianza Francesa cuando desapareció.
No era el tipo de persona que hacía las cosas a medias. Mi padre convertía en hechos las palabras. Estudiaba derecho y una de sus obsesiones era la defensa de los derechos de los trabajadores. Cuando mi padre cursaba el segundo año de la carrera de abogacía en la Universidad de Buenos Aires, decidió abandonar la facultad y buscó trabajo en la fábrica metalúrgica BTB de Avellaneda para poder entender mejor los problemas y necesidades de los obreros. Se convirtió en un delegado sindical, si bien  más tarde  fue despedido durante  una  huelga en la fábrica en 1972.
Los abogados laboralistas
Cuando fue despedido de la fábrica metalúrgica, Takashi consultó en el estudio jurídico de Javier Slodky y Mario Garelik, ubicado en la calle Maipú 51 de Avellaneda. Ambos  abogados coincidieron con el consejo que Beba le había dado previamente. Le  aconsejaron a mi padre que continuara con sus estudios en la facultad y de ese modo  pudiera colaborar mejor con las problemáticas de los obreros. Mi padre terminó la facultad en un tercio del tiempo que les llevaba a otros estudiantes finalizar la carrera de abogacía. Se recibió con doble título de escribano público y abogado. Mientras estudiaba para rendir los exámenes, trabajaba como asociado en el estudio jurídico de Slodky y Garelik. El estudio atendía consultas de treinta a cuarenta obreros por día. En el barrio los abogados laboralistas eran conocidos como los “muchachos que defienden a los pobres” como recuerda Mario Garelik. Slodky, Garelik y mi padre, además de ser socios, compartían una gran amistad, eran como hermanos. 
El ambiente del estudio era alegre, nunca faltaban las risas y el buen humor. Una de las anécdotas que Garelik recuerda es la de un cliente que fue al estudio contando su problema. Javier Slodky, que redactaba en forma brillante (escribióvarios libros) redactó el telegrama para mandarle a la parte en causa, cuando el cliente fue al correo para mandarlo, los empleados le dijeron que era mejor que se dejara estafar porque el telegrama le iba a costar más que el juicio. El cliente volvió a referirle a Javier lo que le habían dicho los empleados del correo y entonces Takashi, que ahí estaba le dijo que se trataba de un telegrama y no de las obras completas de Javier Slodky.
En 1974 corrían tiempos peligrosos en Argentina para quienes defendían a los obreros. Un sábado a la noche del mes noviembre, escucharon el timbre del estudio. Preguntaron quien era y una voz respondió que era la policía y que tenían una orden de allanamiento. Mario Garelik se asomó por la mirilla de la puerta y vio a un grupo de  ocho o nueve hombres armados, cargando escopetas Ithacas. Rápidamente decidieron no abrir y se escaparon por los techos. Sin duda se trataba de una escuadrón de la muerte, de un partida de la Triple A, que se dedicaba a asesinar a cualquiera que defendiera el interés de los trabajadores, como era el caso de los abogados laboralistas.
Takashi que siempre fue muy ágil les mostraba el mejor camino para saltar entre las casas. Del techo del estudio saltaron hacia una azotea, de allí a un cartel y del cartel a la vereda. Mario Garelik no tomó bien la distancia y se cortó la mano. Después de más de cuarenta años todavía mantiene la cicatriz de esa noche. Terminaron en una panadería en la calle Mitre. Éste periodo se volvió caótico, no se sabía que se podía esperar, a dónde ir, siempre con los grupos de tareas pisando los talones de mi padre y y  sus socios.
Mi padre solía  comprar muchos libros. Gran parte de nuestras salidas consistían en ir a las librerías de la avenida Corrientes. Decía que los libros eran la herencia que nos quería dejar a mi hermano y a mí.  Pero dado que los grupos de asesinos seguían presionando, mi abuelo materno, mi mamá y mi papá tuvieron que quemar la mayor parte de la “biblioteca Oshiro” como la llamaba él mismo. Mi madre me comentó que ese día fue muy doloroso para mi padre, que le caían lágrimas al ver como se desintegraban las páginas de tantas obras. Algunos de los libros que sobrevivieron fueron las poesías de Michelangelo Buonarroti, de Neruda y unos tomos de arte con obras de Goya, Toulouse Lautrec, Gauguin y Leonardo Da Vinci. Mi padre Takashi tenía razón que esa era la mejor herencia, porque aún en la actualidad me emocionan ver obras de esos artistas inmortales.
El estudio debió afrontar un segundo encuentro a principios del 1975 con las fuerzas represivas. La Alianza Anticomunista Argentina  no desistía de sus intentos. La segunda vez fueron a buscar a mi padre a la casa de primo lejano que tenía el mismo nombre y apellido. Se confundieron porque también era doctor, pero en medicina. Este hombre llamó a mi padre para advertirle del peligro. Pasamos varias noches durmiendo en casas de parientes. Mi mamá, hermano y yo volvimos a nuestro departamento.  Javier y Takashi decidieron viajar en tren a Necochea, era de noche y recuerdo que los fuimos a despedir a la estación de Retiro. Cuando volvieron, pasaron otro periodo en una de las casas vacías de abuelo Katsu. 
En noviembre de 1974 con la ayuda del personal de la embajada de México y la novia de Javier Slodky que trabajaba allí como secretaria, mis padres, mi pequeño hermanito y yo logramos entrar allí, vivimos por un mes mientras mis padres hacía los trámites para conseguir asilo político en dicho país. México. 
Lo perseguían a mi padre y mi madre estaba de 9 meses, apenas salió del hospital el 31 de octubre nos fuimos a la embajada pero no se sentía muy bien.  Mario Garelik arregló con el médico para que visitara a mi mamá, Mario me contó que nuestras familias era como una gran familia y hasta teníamos los mismos dentistas y médicos. 
La embajada mexicana estaba vigilada desde afuera por los militares argentinos, entrar no era tanto el problema como salir. Mario llevó al Dr. Normandi (era el médico de familia de Garelik, de Slodky y nuestro) con temor de no saber si iba a poder ser libre a la salida o si se lo iban a llevar. Pero mas allá del temor el médico decidió arriesgarse y revisar a mi mamá. 
 La cancillería mexicana no le otorgó la condición de perseguido político a Takashi, quien desistió del pedido de asilo. Ese mes que vivimos en la embajada de México fue un período para meditar sobre que rumbos tomar. Mis abuelos paternos y maternos no querían que nos alejáramos de ellos. Mi padre era el hijo mayor en una familia Nikkei , ocupaba un lugar de mucha importancia, más allá de que era muy querido por mis abuelos y su hermana Yoko. Mi mamá era la más mimada por mis abuelos maternos, además de que trabajaba en la empresa textil de mi abuelo. 
Mi mamá siempre me recordaba las palabras de mi papá, que siempre resuenan como eco en mi cabeza; “Éste es mi país” y allí se quedó para bien o mal. Mis padres acordaron en que se iban a quedar en la Argentina y vivimos respetando esa decisión.
La presión  ejercida por la Triple A tuvo consecuencias. En la oficina de Garelik, Slodky y Oshiro, la marea de obreros que consultaban  mermaba; los obreros no se atrevían a hacerlo por temor y también porque impedían que los clientes llegaran al estudio. Dicho clima  imposibilitaba  trabajar y entonces los tres abogados disolvieron la sociedad en 1976.
El Dr. Enrique Gaston Courtade  tenía un prestigioso estudio a la vuelta de la oficina en Avellaneda. Tenía mucho trabajo y al escuchar que Takashi ya no trabajaba más junto a Garelik y Slodky, le ofreció ser socio. Parecía que las cosas habían vuelto a la normalidad; Courtade y mi padre trabajaron juntos por más de un año, mientras representaban en un juicio a más de un centenar de obreros despedidos por una empresa del ramo de metal mecánica perteneciente a Martínez de Hoz. Courtade al igual que mi padre fueron secuestrados el mismo día: el 21 de abril de 1977. 
Apenas Javier supo de la desaparición de Takashi, estuvo oculto por unos meses buscando el modo de irse del país. Consiguió una beca para irse a Perú, en donde se convirtió en un escritor famoso. En el ’77 ya había formado familia con Miriam y esperaban a una nena llamada Judith. Javier se fue del país solo y posteriormente lo hicieran su esposa e hija. Javier volvió a la Argentina con su familia cuando recuperamos la democracia. Retomamos contacto con ellos  cuando volvimos de Italia con mi hermano y mi madre en el año de  1992. Javier siempre tenía recuerdos, anécdotas y buenas palabras para compartir sobre mi viejo. Disfrutar  de su compañía me devolvía un pedacito de Takashi y me permitía sentirlo más cerca. Javier era una persona amable, culta y bondadosa.  Perderlo fue un shock para su esposa e hija y para mí también. Durante los años que viví lejos del país, sus cartas fueron siempre una alegría. Cuando las cartas dejaron de llegar y mi tía Yoko me avisó de su fallecimiento, me costó mucho aceptarlo. Mi hermano y yo teníamos tanta confianza en Javier que le habíamos dejado un poder general para que vendiera el departamento de mis padres. La amistad que tenían con Takashi no terminó con su desaparición, Javier siempre se preocupaba en llamar o visitar a mi abuela Ikuko, o de llevarnos a cenar si estábamos en Buenos Aires. Todavía nuestras familias están conectadas a través de ellos.

Mario dejó de ejercer abogacía, si bien  trabajó en un estudio jurídico como empleado y vendía libros contables. Decidió quedarse en Argentina ya que tenía hijas muy chicas y no lo vimos durante muchos años. Mario Garelik contribuyó en el capítulo de Takashi del libro sobre los 17 desaparecidos Nikkei en la Argentina del periodista Andrés Asato; “No sabían que somos semillas…” También asistió al homenaje que hizo la Secretaría de DDHH de la Municipalidad de Avellaneda el 25 de septiembre de 2015 para señalar las esquinas de la Av. Mitre y Mariano Acosta y colocar los nombres de cuatro abogados secuestrados y asesinados por la dictadura: Oshiro, Courtade, Elenzvaig y Valera. También estuvo presente en la inauguración  de la instalación de arte de la Biblioteca del Congreso.  El hecho de hayan pasado más de cuarenta años y los amigos de mi padre estén presentes tiene un valor inconmesurable para mí.

Beba Bresolin
Mi familia pasó por un momento muy difícil cuando se lo llevaron a mi papá. Mi madre nunca se sintió derrotada, cada día era otro día, otra oportunidad para poder encontrar a su marido. Se iba  temprano y volvía tarde, mientras yo me quedaba con mi abuela Teresa, esperando su regreso. Mi abuela entraba a mi habitación que la dejábamos  a oscuras: mirábamos impacientemente a través de las persianas, con la luz de la calle que se filtraba y dibujaba líneas en la pared. Apenas escuchábamos el ruido del motor del auto, corríamos hacia el garaje para abrir la puerta pesada. Esos días eran interminables porque yo vivía en el terror de que mi mamá fuera a ser la próxima en desaparecer. No sería  la primera  ni la última niña a quien le faltaran ambos padres. Mi mamá no le tenía miedo a nadie, hablaba abiertamente como si Argentina hubiera democracia y un estado de derecho. En la desgracia tuvo la suerte de conocer a la hermana de otro desaparecido Nikkei, Juan Carlos Higa. Higa era un periodista  que trabajaba en los periódicos “Akoku Nippo” y “La Plata Hochi”, ambas  publicaciones de la comunidad japonesa en Argentina. También era estudiante de literatura y poeta. Muchas de sus poesías se encuentran disponibles on-line en la actualidad. Su hermana Mary Higa era catequista vivía en Pompeya, el mismo barrio en donde mi mamá tenía la juguetería-librería y en donde vivían mis abuelos paternos. Casi todos los días antes de ir a abrir el negocio, pasábamos por la tintorería de Mary y de su hermana Carmen. Era costumbre que Beba hablara con Mary mientras mi hermano Leo y yo jugábamos con el perro  salchicha “Blackie” o en el patio de la casa. 
Mary Higa se convirtió en una parte de nuestras vidas. Esa presencia  me dejaba más tranquila. Mi madre ya  no estaba sola en su búsqueda. Mi mamá Beba y Mary Higa decidieron unir sus fuerzas para buscar a otros desaparecidos Nikkei. Juntas fundaron lo que hoy es la Agrupación de Familiares de Detenidos y Desaparecidos de la Colectividad Japonesa en la Argentina. Se trata de un colectivo que después de cuarenta años todavía busca Verdad, Memoria y Justicia. Los familiares de las víctimas queremos saber el paradero de nuestros seres queridos. Elsa Oshiro, hermana de Jorge Oshiro, quién desapareció el 10 de noviembre de 1976 a los 18 años, es  quien ocupó el lugar de  Mary Higa y Beba.  Mary Higa también falleció pocos años después de Beba.  Yo no veía a Elsa tan seguido como a Mary Higa, pero ella estaba presente en nuestras vidas. Actualmente mi contacto con Elsa me genera una enorme tranquilidad. Con ella puedo preguntar y compartir cosas del pasado cuando mis recuerdos se ofuscan. 
Cuando mi padre fue secuestrado, Beba decidió mandarme a la misma escuela que cursó Takashi, supongo que para que tenga contacto con gente de la colectividad que capáz lo conoció y tener algún tipo de conexión por donde había estado él. 
Todos los sábados me levantaba temprano y me dejaba en la puerta de Nichia Gakuin para que aprendiera japonés, yo iba con pocas ganas hasta que por casualidad conocí a Marisa Uehara, su mamá Delia, su tía Beatriz eran compañeros de mi papá y de mi tía Yoko, como vivían en Pompeya tomaban el tranvía todos juntos en los años cincuenta, Delia decía que en esa época Takashi iba corriendo detrás del tranvía y se colgaba por la puerta de atrás para colarse. Me causa gracia saber que mi padre de chico hacía travesuras como cualquier otro chico.
Después de treinta años, casualidad quiso que Marisa y yo también fuésemos compañeras de clase, vivíamos a pocas cuadras, ésta vez en Boedo. No tomábamos tranvía pero si el colectivo juntas.  Mas tarde descubrimos que nuestros abuelos habían viajado en el mismo barco llamado “Rio de Janeiro Maru” desde Japón. 
Mi madre ayudando cuando había algún evento escolar en la escuela japonesa se hizo amiga de Delia, de su esposo Julio Uehara y de Sumiko Matayoshi, cuya hija Gabriela Matayoshi era siempre muy compinche.  Como conocían nuestra historia familiar tenia siempre a alguien con quien contar, con los cuales no había necesidad de esconder que mi viejo estaba desaparecido, no necesitaba cuidarme de que decir o no decir.  Delia y Julio me retaban como si fuese otra hija, con ellos pude entender esa parte de ser unidos, de estar conectados por las mismas raíces de Okinawa y de poder llamar familia a gente que no comparte el mismo ADN. 

Kintsugi, Instalación de Arte
Cuando escribí mi primer artículo sobre mi padre para la  publicación “Discover Nikkei” tenía en mente pintar retratos de los 17 desaparecidos Nikkei. Quería mirar a mi padre a los ojos por lo menos en una tela y esperaba compartir la experiencia con otros familiares de desaparecidos. Mientras pintaba los retratos necesitaba diseñar una obra en tres dimensiones para sostener los cuadros. Le pedí ayuda a Germano Dalla Pola, uno de mis amigos del liceo artístico de Italia que estaba  trabajando en un estudio de arquitectura en la ciudad de Denver, lo que nos dio la posibilidad de pensar la instalación. Pudimos exponer la obra en el Espacio Cultural de la Biblioteca de la Nación de Buenos Aires, en septiembre-octubre de 2016. A la muestra la llamé “Kintsugi”, que es el arte de reconocer la belleza en la imperfección, uniendo los pedazos rotos con oro, lo que se crea es un nuevo objeto mucho más bello porque estuvo quebrado. Me pareció adecuado usar la palabra “Kintsugi” para reconocer el coraje de los familiares de desaparecidos para enfrentar el dolor, de recordar a quienes han perdido a los suyos y de tratar de curar las heridas con oro-arte “Kintsugi”, caminando en el presente demostrando resiliencia y llevando adelante el testamento de quienes ya no están con nosotros físicamente.
Fue para mí una experiencia inolvidable conocer a otros familiares de muchos de los desaparecidos que pinté durante un año. Se trató de un trabajo intenso y difícil que tuvo sus frutos. Logré  aprender y reconocer que detrás de cada desaparecido hay una familia, hijos, parejas, padres que sufrieron en el momento de la desaparición y, que sufren actualmente por no saber que pasó y donde están sus restos. Es una herida que siempre quedará abierta porque no hay un cierre posible. Ignorar la cuestión, intentar olvidar o negar los hechos no  sirve  absolutamente para nada: yo lo sé por experiencia propia. Pasaron 40 años y recién en los últimos dos años de mi vida pude empezar a procesar lo que me pasó a mí y a mi familia. Pintar, escribir, hablar con mi familia y con otros familiares de desaparecidos es lo que me ayuda a mirar  hacia el  futuro y de a poco poder cerrar la herida que dañó a varias generaciones. Creo que podré respirar libremente cuando algún día encuentre los restos de mi padre. Mientras tanto, seguiré de la manera que pueda, mediante pinturas o palabras, recordando a los desaparecidos Nikkei para confirmar que todavía hay una causa por la cual luchar.

Japón
El gobierno japonés de Masayoshi Ohira (diciembre 1978 - junio 1980) al igual que sus  sucesores Masayoshi Ito (quién gobernó solo por un mes), Zenkō Suzuki (julio 1980 - noviembre 1982) quisieron estrechar vínculos con la Argentina, probablemente por los intereses económicos que tenían en común ambos países. 
Una mañana de primavera del año 1980 falté al colegio. Fue uno de esos acontecimientos que recuerdo claramente, era algo que nunca sucedía porque cada año terminaba con asistencia perfecta. Me vestí con mi mejor vestido, mientras escuchaba a Mary y Beba hablar de la reunión con el cónsul japonés. Habían esperado muchos años por esa entrevista y finamente nos iban a recibir. Teníamos muchas esperanzas  de que algo iba a cambiar; si las palabras de Mary no tenían el efecto deseado, mi tarea era de recordarle al cónsul que nuestros familiares desaparecidos tenían hijas como yo, seres queridos que necesitaban encontrarlos y que ellos con el cargo que ocupaban, tenían la posibilidad de ayudarnos si es que tenían la voluntad y el deseo de hacer algún gesto.
Cuando llegó ese día mi mamá tuvo que trabajar y me mandó en su lugar junto con mi abuela Ikuko y Mary Higa a la reunión. Llegamos y nos sentamos en unos sillones de cuero alrededor del cónsul japonés, quien no dejaba de sonreír y se tomaba las manos nerviosamente. Mary Higa tomó la palabra, pero no logramos convencer al cónsul a que intercediera  por nuestros familiares desaparecidos. Antes de llegar a la entrevista yo me sentía como el arma secreta de nuestra misión imposible para hacerle de algún modo tocar su humanidad, pero nuestro intento falló irremediablemente. Ante cada desilusión, sentía que mi padre se alejaba cada vez más de nuestras vidas. La cotidianidad a la que tratábamos  de volver ya no iba a ser posible.


El cónsul  italiano Enrico Calamai
Mi madre tenía la ciudadanía italiana y había vivido varios años en la provincia de Vicenza entre los años 1960 y 1964. Según la legislación italiana mi padre  había adquirido la ciudadanía italiana mediante su casamiento. El tenía su propio legajo en el consulado como cualquier ciudadano italiano. 
El cónsul italiano en Buenos Aires era Enrico Calamai. El funcionario tramitó el pasaporte italiano de mi madre, para poder  salir del país si aparecía mi padre. Calamai tocó muchas vidas, salvó a muchos que eran perseguidos en Argentina. Siento que también nos cambió la vida a mi madre, mi hermano y a mí, quienes pudimos conocer otro mundo y tener la experiencia de vivir en Italia.
Por muchos años pensé que el gobierno italiano era merecedor del crédito por el increíble trabajo de Enrico Calamai al haber salvado a tantos. Sin embargo la realidad era distinta: dicho gobierno no quería dar asilo político porque ya habían vivido experiencia anterior del golpe de estado en Chile, en septiembre de 1973, en donde 412 personas pidieron asilo político en la embajada italiana. El mérito correspondía a Calamai y no al gobierno que representaba.
Las Madres de Plaza de Mayo
Beba, mi madre, se metía siempre por todos lados, sin temerle a nadie, hacía preguntas inconvenientes, peligrosas para los tiempos que corrían. Yo sentía miedo por ella. Como necesitaba saber que hacía en esas horas que me quedaba en compañía de mi abuela, le rogaba que me llevara con ella. En una de esas veces fuimos a marchar con las Madres de Plaza de Mayo. Se trataba de caminar en silencio alrededor de la Pirámide de Mayo, frente a la misma Casa Rosada. Recuerdo que ese día alguien había llevado masitas dulces. Yo que era  golosa  disfruté con voracidad de las masitas. Mi mamá me decía: "No te creas que nos traen siempre masitas". Pero para mí era una forma de encontrar algo positivo para seguir adelante. Mi vida estaba alimentada de pequeñas cosas. Reunirse en casas con muchas personas estaba prohibido, pero eso no impedía que se hicieran reuniones secretas.  Un día mi mamá y yo entramos a una de esas casas coloniales, rodeadas por habitaciones con un patio interno. La gente se movía como hormigas con papeles en la mano, otras hablaban entre ellas. Mi mamá me llevó de la mano y me dijo que tenía que conocer a alguien: allí sentado en una silla me presentó a quien sería Premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel. Yo era chica con mis 8 o 9 años, pero Beba siempre me trataba como alguien mayor con quien hablar y me contaba las cosas como eran, sin endulzarlas. Siempre me presentaba gente que ayudaba a buscar a mi padre.  

La misión
Mi madre tenía una misión en su vida, encontrar a Takashi, mi viejo. Así fue nuestra vida  durante 10 años. Sin perder  el ánimo mi madre  buscó a mi padre junto con Mary Higa quien buscaba a su hermano Juan Carlos Higa. Al mismo tiempo mi madre abrió una librería - juguetería al lado de la tintorería de mis abuelos en el barrio de Pompeya,  frente a la plaza donde mi padre jugaba al fútbol y tocaba la guitarra. Gracias a los ingresos de aquel negocio mi madre consiguió mantenernos económicamente. 
En su búsqueda mi mamá encontró un testigo que dijo que había visto a mi padre en un centro clandestino de detención en la provincia de Buenos Aires. Beba nos subió en el auto junto con Teresa, mi abuela materna, y nos fuimos en el Renault 12 por la ruta  que llevaba al aeropuerto con la esperanza de que aquel día íbamos a reunirnos con mi papá. Estacionamos el auto y mi mamá me dijo que nos quedáramos esperando mientras ella caminaba hacia un edificio rodeado de paredes altas grises. Tardó un rato largo. Esperábamos nerviosamente mirando hacia la dirección que caminó Beba, cuando volvió con las manos vacías. Nos dijo que alguien que salió de la zona le dijo que no volviera  a preguntar.  Ese día no murió la esperanza, cada vez que sonaba el timbre corríamos hacia la puerta esperando ver a mi padre.

El fin de la dictadura
En 1983, Raúl Alfonsín se convirtió en el nuevo presidente de Argentina elegido democráticamente. La dictadura militar había terminado después de siete años y medio de terror. Durante su campaña electoral el líder radical prometió al pueblo que no habría impunidad por los crímenes cometidos por los genocidas. Algunas  familias pensaban que los desaparecidos iban a ser liberados de los centros clandestinos de detención. Recuerdo que mi mamá me llamó a su pieza y con esperanza me dijo que  íbamos a reencontrarnos con mi padre. Creo que en realidad se estaba auto-convenciendo a ella misma. 
En  1985 el gobierno del presidente Raúl Alfonsín inició el juicio contra las tres primeras juntas de la dictadura; fue el famoso  “Juicio a las Juntas” por las violaciones de los derechos humanos que tuvieron lugar entre el periodo 1976-1983. Los genocidas Videla, Massera y otros responsables fueron condenados a reclusión perpetua.
En 1987, luego de la primera revuelta “carapintada” en Semana Santa, el presidente Alfonsín firmó la Ley de Obediencia Debida que establecía límites a los efectos de enjuiciar a los responsables de delitos de lesa humanidad, torturas y homicidios. Luego de otros tres levantamientos de los militares entre 1987 y 1990, el presidente Carlos Saúl Menem procedió a indultar a los militares genocidas. La impunidad fue una cachetada en la cara de mi mamá, al igual que los demás familiares de los desaparecidos. Si bien  la justicia argentina  indultaba a los criminales, otros países  en cambio procedieron a juzgarlos. En el año  2003 el Congreso Nacional anuló los indultos y las leyes de Obediencia Debida y Punto Final durante la presidencia de Néstor Kirchner. Mi mamá no tuvo la oportunidad de ver aquel día. Solo puedo decir que sufrió por la falta de justicia y vio a los asesinos caminar libres en las calles entre nosotros. 
Cuando mi madre tomó conciencia de que mi padre no iba a volver, me preguntó si quería irme a otro país a vivir. Dicho proyecto implicaba resolver una serie de problemas prácticos: para salir de Argentina necesitábamos pasaportes y la firma de autorización de mi padre, ya que mi hermano tenía 11 años y yo 14. Como mi padre estaba “desaparecido”, ante la ley argentina  era considerado  como vivo.
Hacia Italia
Logramos obtener un permiso de un juez para salir solo de vacaciones, que se convirtieron en permanentes hasta cumplir los dieciocho años de edad. No podíamos regresar a la Argentina hasta llegar a la mayoría de edad. Nos fuimos entonces a Italia. Vivir en Ia patria de mi abuelo Juan o Giovanni (que era su nombre de nacimiento) fue un nuevo comienzo para todos nosotros. Escuchábamos siempre sus historias de cuando era chico, sus relatos de ciudades amuralladas. Lo escuchábamos hablar en dialecto veneciano. Finalmente podía ver todo con mis propios ojos. Nunca olvidamos a mi padre, pero tampoco hablábamos de él. Lo extrañábamos en silencio. Mi mamá nunca volvió a casarse; el día que recibió el certificado de defunción me dijo que mi papá era el amor de su vida. Para ella reemplazarlo con otra persona no tenía sentido alguno, porque nadie se comparaba con él.
Mi mamá compró un laboratorio fotográfico industrial en la ciudad italiana de Treviso. Tenía varios empleados que revelaban rollos e imprimían fotos para los negocios, casamientos y otros y eventos.
Beba que había viajado a Italia unos meses antes para preparar el arribo de mi hermano y mío, sin avisarme sobre las distintas escuelas disponibles, me inscribió en un liceo científico y tuve que cursar por un año horas interminables de matemática y latín que me resultaban francamente insoportables. Recuerdo que Carlotta, mi compañera de banco, tenía la lista de nombres de la clase, cada vez que daban las notas de los exámenes en voz alta, Carlotta sacaba su cuaderno y anotaba metódicamente los resultados de cada estudiante para constatar que ella fuese la mejor alumna. A mí no me interesaba ese ambiente y no veía la hora de que terminaran las clases para irme a mi casa a leer o dibujar.
Cuando supe que había una escuela de arte le pedí a mi mamá que me dejara cambiar de escuela. Mi  madre me contestó que iba a informarse de que escuela se trataba. Me acuerdo que habló con un pintor famoso de la región que iba al laboratorio a sacar reproducciones de sus cuadros y también con Dalma Bresolin, su prima segunda, que también era una pintora reconocida. Quería asegurarse que la escuela no fuera una pérdida de tiempo, sino un lugar en donde aprender.
Después de prepararme durante todo el verano para los exámenes de admisión,  rendí   y finalmente pude ingresar en el Liceo Artístico de Treviso. Ese periodo fue un renacer para mí, ya que finalmente podía expresarme sin temor a quien tuviera enfrente. Logré forjar  amistades que todavía  tengo  hasta el día de hoy. 
Cuando vivía en Argentina, no podía decirle a cualquiera que mi papá estaba desaparecido. A los extraños les mentía diciéndoles que mi padre estaba trabajando si es que preguntaban algo de él. Con tantos espías o informantes, no se podía decir cualquier cosa. Vivíamos en alerta, siempre mirando a nuestros alrededores, o atentos  por si nos seguían. En cambio cuando caminaba por las calles de Treviso en Italia me sentía realmente segura. Podía ser solo otra niña sin otras preocupaciones que pasar los exámenes o hacer los dibujos para las clases de figura. En Treviso durante los años 80 y 90 no existía ninguna comunidad Nikkei, ni tampoco habían muchos extranjeros que vivieran permanentemente. Los únicos japoneses que se veían eran los turistas. Mis profesores se acordaban de mi nombre la primera semana de clases. Siempre me destacaba, lo quisiera o no. A mí no me importaba, me causaba cierta gracia. Mis compañeros estaban tan curiosos de saber sobre mí, como yo de ellos. Era un especie de “bicho raro”, una argentina con rasgos orientales, pero me aceptaron enseguida. No había pasado lo mismo en el Liceo Científico, pero en la escuela de arte en donde todos los chicos eran peculiares en los ojos de los demás estudiantes de otras escuelas, yo era solo una más. Encajaba completamente sin problemas.
Pasé los exámenes de “maturità” que duraban una semana, ese año en la lotería de materias habían salido arquitectura y matemáticas  e italiano. No fue muy buena noticia porque en la escuela de arte las matemáticas era una de las materias que menos apreciábamos. En la clase de italiano había que escribir alguna composición. La vida está llena de pruebas y me alegra que esa experiencia se haya quedado en el pasado. 

El  retorno 
En el año de 1992 mi mamá de repente tomó la decisión de volver a la Argentina. En febrero mandó a mi hermano a Buenos Aires porque se aproximaba la fecha del comienzo de clases y no quería que Leo se atrasara un año de la escuela secundaria. En ese momento no me hice preguntas, solo le dije que si quería volver para que estemos los cinco juntos, es decir mis abuelos maternos y nosotros tres, estaba de acuerdo. Teníamos que vender el laboratorio, mandar un contenedor por barco con nuestros efectos personales y el auto. Tuvimos que tramitar todos los documentos necesarios para la mudanza internacional si queríamos volver lo más pronto posible. Los motivos reales del retorno a la Argentina eran otros. Descubrí que mi mamá estaba muy enferma cuando ya no había nada por hacer. Irnos de Italia después de siete años de ausencia era una medida prudente de seguridad para no dejarnos solos a mi hermano Leo y a mí en Europa.
En Buenos Aires, en el año de 1993, en vez de empezar a curarse, mi madre se contactó nuevamente con Mary Higa y otra vez retomó su lucha como si no hubiese pasado ni un solo día. Quería encontrar respuestas, quería saber que había pasado con mi papá.
Nuestro retorno coincidió con la llegada de los jueces italianos a la Argentina para recoger testimonios y pruebas sobre ciudadanos italianos desaparecidos. Esa vez mi mamá  habló con los jueces italianos pero se fue sin lograr nada ya que el único testigo que vio a mi papá en el Centro Clandestino de Detención “El Vesubio” se  había exiliado y nunca nos dijo hacia donde partía.  
El 28 de febrero de 1995, mi mamá, Edvige “Beba” Bresolin falleció en Buenos Aires rodeada de familiares y amigos, entre ellos Mary Higa. Mi madre recordó a mi padre hasta el final llamándolo por su nombre en momentos intermitentes de entresueño. Rodeada de amor y gratitud por todo lo que sacrificó por nosotros, por todo lo que nos dono, cuidó, enseñó, amó, pienso que lo mismo se merecía mi viejo cuando llegó su hora. 
Cuando mi madre falleció el clima de la casa de mis abuelos maternos que era a donde habíamos vuelto a vivir era insoportable. Mi abuelo se había enfermado unos años antes con demencia senil, pero nadie nos había avisado hasta que lo vimos y no recordaba quienes éramos. Una verdadera tragedia porque era una de las personas mas inteligentes, mas amables que conocí, sabia de todo, el también como Takashi, siempre con un libro en la mano, pasábamos horas hablando en italiano sobre historias de cuando era chico y de la primera guerra mundial, pero también me hacia reír cuando me cantaba canciones poniéndome como protagonista en las letras. Takashi y Mario lo querían mucho. Me contaba de cuando Takashi y él iban a la confitería del Molino que quedaba en frente al Congreso, a discutir de política, pero mi padre lo hacía en italiano, les causaba risa las caras de la gente al ver que un “japo” hablaba en italiano.
Mi madre se dio cuenta que quizás volver a la Argentina no había sido una de las mejores ideas y que nosotros íbamos a estar bien en Italia. Beba le dijo a mi abuela Teresa que cuando ella no estuviera, Leonardo y yo nos íbamos a volver a nuestro ambiente ideal. También habló con los padres de Marisa, Delia y Julio Uehara para que se aseguraran que estemos bien. Descubrí esas conversaciones que tuvo mi madre muchos años después de que falleció. 
Por mucho tiempo vivimos con un pie en Buenos Aires y el otro pie en Italia, en realidad Leo no, el primer día que llegó a Treviso dijo que se sentía finalmente en casa. 
La familia que quedaba de parte de mi madre estaba mas interesada en repartir la herencia que en ser una familia unida. Aunque si ellos siempre lo pusieron a mi padre en un pedestal, a mi madre y a Leo y a mi nos tenían celos de como Teresa y Juan nos trataban y de cuanto unidos éramos los cinco, yo no veía la diferencia pero todo ese rencor salió a la luz cuando mi mamá no estaba presente. La mente y carácter de mi abuelo Juan tampoco estaba visto que estaba enfermo.  Allí me di cuenta que no quería quedarme en Argentina. Todos esos lugares que visitaba con mis padres, la casa en donde crecí me hacía ver sus ausencias, había vuelto a Buenos Aires después de la secundaria y me estaba cursando la Universidad de Palermo. Otra vez me tenia que cuidar con quien hablaba, mi vieja me decía; “Te acostumbraste a Italia que podías decir lo que querías”. Esta vez era ella la que temía por mi. Algunos de mis compañeros habían cambiado actitud después de que les dije que mi padre era un desaparecido. 
En enero de 1997 Leo y yo nos mudamos de vuelta a Italia. Lo único que me dolía dejar era a mis amigos de infancia, a mis dos abuelas y a mi tía Yoko. Pero ellas apoyaron nuestra decisión de dejar Buenos Aires otra vez. A mi obaachan (como llamábamos a mi abuela Ikuko) la veíamos todos los veranos en Italia, vivir en Treviso otra vez, era exhalar un suspiro de alivio. 

Mi sentido
¿Qué le pasó a mi padre? ¿Cómo sucedió? ¿En qué o quién pensaba? ¿Cuál fue su último pensamiento? ¿Dónde está enterrado? Mi viejo era tan perseverante y optimista que estoy segura de que nunca se dio por vencido, que esperaba el día que iba  a poder abrazar a mi madre otra vez. Quizás entendió que hay gente con la que no se razona. El amaba el arte de crear, usar palabras, encadenarlas en grupos y comunicarse con el prójimo. 
¿Alguna vez tendré esas respuestas sin necesitad de conjeturar? Espero sinceramente que sí, mientras tanto visto que el mundo exterior no me las aporta, tomé el camino introspectivo. Aquello que logro procesar internamente lo expreso a través de mis cuadros. Pintar los retratos de mi padre me confirma que no lo imaginé, que él estaba aquí, que era real, de carne y hueso. Me permite recordar que nuestras salidas al parque Rivadavia o al jardín zoológico de Buenos Aires sobre sus hombros ocurrieron realmente. Me permite volver a verlo caminar sobre sus manos con mi mamá riéndose cerca de la orilla del mar. No fue un sueño.
El retrato sobre lienzo de mi viejo se transforma en el testigo: lo puedo mirar a los ojos por unos momentos como un flashback, no es solo esa foto gastada en blanco y negro  que se pasea en la bandera en las marchas de los Desaparecidos de la Colectividad Japonesa sino un ser humano que luchaba por un mundo mejor. Con el solo  hecho de crear una nueva imagen de la nada, puedo dar una respuesta a la acción de sus asesinos que trataron de borrar su identidad, que lo encapucharon y le intercambiaron su nombre con un número al igual que a los demás 30 mil desaparecidos.
Oscar Takashi Oshiro, mi padre, no era N.N. (nomen nescio), tampoco era un número. Los desaparecidos fueron asesinados por sus ideas, sus valores, sus convicciones, sus proyectos, sobretodo por su humanidad, algo que los genocidas no podían ni pueden comprender. Las torturas sádicas, sus métodos para matar, las condiciones de los detenidos en los centros clandestinos de detención, el robo de bebés recién nacidos y todas las demás atrocidades cometidas son la prueba que no tenían humanidad ni conciencia alguna. Eran personas clasificadas tales solo por el material genético, pero carecen de todas esas cualidades que hacen a una persona un ser humano: compasión, empatía, la habilidad de reconocer el bien del mal, ellos no se desarrollaron mucho mentalmente, conocían solo la violencia. 
El hecho de que aquellos que están en la cárcel pidan ser indultados o liberados, o se consideren “presos políticos”, demuestra que no tienen remordimiento alguno y  aun continúan  justificando sus acciones aberrantes.  
Dos años atrás mi estudio se había llenado de fotos en blanco y negro, como aquellas que se ven en la bandera de la Asociación de Desaparecidos de la Colectividad Japonesa en la Argentina, sketches, retratos con distintos materiales. Mis hijos venían al estudio y me preguntaban quiénes eran esas personas. Les conté un poco de cada uno de ellos y de lo que hacían y también lógicamente les  hablé de su abuelo. 
Mi hijo mayor Dylan, tiene 12 años, es el que más se parece físicamente a mi padre. Le conté de la historia de mi padre y de su familia en Okinawa, de cuánto trabajaron para tener una vida mejor, de la lucha de mi padre para defender a los obreros, del amor, la lealtad y el compromiso que mi madre tuvo hacia mi padre. Dylan  se sintió orgulloso de ser nieto de Oscar Oshiro y Beba Bresolin. Logan con sus 10 años, no quería que lo dejara por 20 días mientras iba a Buenos Aires: le expliqué que era algo que hacía por su abuelo y me dejó ir. Mi hijo menor, Drake, cumplió cinco años hace poco tiempo. Estuvo presente en la Biblioteca del Congreso y por una semana ayudó pasando tornillos a Juan, el señor que armó la instalación de la exposición de mis cuadros. Drake me preguntaba muy interesado que haríamos con todos los retratos mientras saltaba alrededor de la muestra jugando con globos que le habían regalado.
Por un año entero observé las caras de los desaparecidos y me imaginaba como eran en realidad. Algunas fotografías estaban tan borrosas que me tenía que imaginar los rasgos, como la de Jorge Nakamura, desaparecido el 6 de mayo de 1978 a los 21 años. Cuando terminé su retrato después de muchas pruebas, lo colgué en la pared y ese cuadro me daba fuerzas para intentar  expresar la personalidad de cada uno. Los 17 desaparecidos Nikkei no eran más individuos anónimos. Cuando  tuve que dejar los cuadros en la exposición porque tenía que volver a los Estados Unidos, donde vivo actualmente, fue como tener que despedirme de mis nuevos amigos. Mi trabajo en la actualidad, o bien nuestro trabajo, que es colectivo, es recordar a cada uno de ellos, de ser pruebas vivientes de que ellos existieron, y siempre estarán en nuestra memoria.








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